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Los recuerdos se equivocan

Uno de mis peores recuerdos es el de las navidades en la casa de los tíos de mi papá. Ofreciendo disculpas a mi familia paterna por tan terrible introducción, prosigo a explicar el por qué de mi comentario. Nos veíamos con ellos una vez al año --en navidad-- y se suponía que en ese día nos pusiéramos al día de todos los chismes y acontecimientos del año. Además, se suponía que en un día yo me volviera mejor amiga de mi prima contemporánea, con quien hace un año no me veía. (Menos mal que ella siempre fue mejor persona que yo y me trató súper bien, y terminábamos pasándola delicioso.) Mis papás, mis tíos, mis primos, mi abuelita y sus hermanos, todos tomando aguardiente y riéndose a carcajadas exageradas e innecesariamente ruidosas. Abrazándose, genuinamente contentos de estar juntos de nuevo.

Pero eso no era lo malo --yo soy igualita ahora de vieja, salvo el aguardiente.

Lo malo era el terrible, penetrante, inescapable y nauseabundo olor a tamal. Ugh. Ese olor a cerdo y pollo cocido, las especias, el arroz, la mata de plátano en agua. No, no, no. Pero como buena familia tolimense que eran, y que siguen siendo, no podía faltar el buen tamal en la mesa de navidad. Y lo hacían ellas mismas, las mujeres. Hacían los tamales y los dejaban ahí cociendo, o qué se yo, y se iban a hacer el blower y a arreglarse. Pero para qué, si ya todas, yo también, olíamos a tamal. Y bien mal que olíamos.

Yo toda malcriada esperando mi pavo con gravy y stuffin', con biscuits y el mashed potatoe salad como debe ser en la navidad. Pero no, eso sólo se daba en la casa de mi otra abuela y para Thanksgiving. Porque la venida del Niño Dios siempre era en la casa de la familia de mi papá. Con ese olor a tamal. Ugh.

El tiempo pasó, me fui del país y empecé a pasar las navidades fuera de casa. Por alguna razón para nosotros cuatro siempre ha sido más importante el año nuevo que la navidad. Quizá no es más que una dinámica de auto-preservación debido que hace mucho, muchísimo que no pasamos una navidad los 4 juntos. Con o sin tamales. Que a veces eran hayacas (¿¡cómo rayos se escribe eso!?) y a veces pasteles y a veces tamales, porque en la variedad está el placer...

Pero los tamales siguieron siendo parte de mi vida, incluso antes de irme del país. A mi papá le encantan, entonces con frecuencia pedíamos, o alguna prima o tía hacía y le comprábamos. Mi papá siempre los ha disfrutado, le recuerdan a su infancia, yo creo, a la época en la que vivió con sus tíos en alguna parte del Tolima. Esa masa de arroz mojado, lleno de verduras, con matas y arvejas y zanahorias y otras que ni sé cómo se llaman (hay una mata que es súper ácida - ¿guascas?), la pata de pollo con cáscara que hace que todo sea grasiento, y el pedazo de cerdo ahí explayado con su gordo sazonando la masa. Y la mata de plátano, claro, que deja la cocina y toda la casa oliendo a navidad en la casa de la familia de mi papá...

Hace unos días, Honey recibió la oferta de parte de una familia de Valledupar que vive aquí en Kiel de comprar tamales. Cuando me comentó al respecto fue más una especie de información que pregunta, porque ya los había comprado. Cuatro tamales para el fin de semana, 20 Euros.

El sábado por la mañana vinieron a entregarme los tamales (con servicio a domicilio incluido, ¡muy a la colombiana!) y estaban envueltos en papel de aluminio. Uish, pensé, quién sabe esto qué será... Y dentro del papel aluminio, la miserable mata de plátano que tan mal me cae. Y que tan feo huele. Pero "la hambre" pudo más que mis recuerdos y le metí el tenedor a ese cuento:


Yo sigo sin creer que son tamales, yo creo que ese que me comí era una hayaca, o el mal llamado pastel, pero ese no es el punto. El punto es que los recuerdos se equivocan, porque con el primer bocado me sentí de nuevo en la terraza de la casa de la tía Aura, con las risas de mi familia, de mi papá feliz de estar con sus primos, de mi abuelita feliz de ver a sus hijos felices, de mis tíos-abuelos que no viven en Barranquilla felices de verse con la familia que sólo ven una vez al año. Claro que me acordé del olor a mata de plátano y del calor que hacía en esa cocina, pero eso no me importó. Porque lo importante es que 20 años después puedo ver que esas fiestas navideñas, a pesar de todo, fueron los momentos más felices que mi papá vivió cerca de su familia. Y los tamales, más que el Niño Dios, fue lo que nos unió.

No he cambiado tanto: no me comí las verduras, y sigo sin ser fan de la mata de plátano. Pero sí confieso que me comí mi tamal sonriendo, sonriendo porque esa es mi casa. Ese sabor, esa bendita mata de plátano, esa masa - esa es mi casa. Esa es Colombia.

Y tengo que volver.

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