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El ronroneo de mini-motor de un gato tratando de acomodarse

Habiendo crecido en la costa caribe de Colombia, donde las temperaturas bajan a unos extremos impensables de 25ºC y suben a unos deliciosos 45ºC en los veranos más calientes, uno se acostumbra a disfrutar del silencio en el ruido. A las 9 de la mañana pasa el señor ofreciendo comprar chatarra y electrodomésticos viejos, a las 9:30 pasa el señor vendiendo frutas, cada 10 minutos pasan los buses (especialmente el Ruta 3, que fue el que Betty me enseñó a coger en caso de que algún día me perdiera y no supiera cómo llegar a casa), los carros que vienen y van, las motos que van y vienen, la gente que vive, que habla, que ríe, la palenquera que vende matrimonio y alegría a las 4 de la tarde, el pito del raspao, las campanillas de las paletas - esos ruidos son el silencio de Barranquilla.

Nosotros los costeños no dormimos bajo el silencio de la noche como los cachacos, oyendo el titilar de las estrellas, sino bajo el ronroneo de mini-motor de un gato tratando de acomodarse. Así lo describía mi abuela Alycia. Ese es el sonido que hace el aire acondicionado o el abanico, tan necesario para espantar los mosquitos como para revolver el aire caliente con el fresco y lograr un ambiente más o menos agradable. Es el sonido del silencio de Barranquilla.

He pasado años sin que el ronroneo de mini-motor de un gato tratando de acomodarse me arrulle. En Augusta, el aire central / calefacción sonaba más como un susurro. En Lampang sólo se oía el chillar de las salamanquejas. En Bogotá al menos se oía la gente reír - y los fuegos artificiales. Todas las noches, todo el año. En Madrid, donde no sopló el viento ni una sola de mis 30 noches, eran las botellas rompiéndose contra el suelo lo que indicaba que era hora de dormir. Y ahora en Kiel -

Nada.

Nada de nada.

No suenan carros, no suenan perros ladrando ni gatos maullando. No suena gente, ni riendo ni peleando. No suenan abejas, no suena la brisa acariciando las matas en los árboles. No suena el celular, no suena el teléfono, no suenan las pisadas de la gente en las escaleras subiendo o bajando. No suena nada.

Nada.

Nada de nada.

Pero ahora que las temperaturas han bajado tanto (está dando vueltas el rumor de que cae nieve este fin de semana), hemos tenido algo de problemas con la humedad en el apartamento; problemas tan serios que han obligado al dueño del apartamento a asignarnos una máquina deshumidificadora. Una máquina que debemos tener prendida al menos 10 horas diarias, especialmente durante la noche, si es posible.

Por supuesto mi novio cachaco, acostumbrado a dormir arrullado con el titilar de las estrellas y el canto de la brisa nocturna sobre el rocío de la madrugada, siente que el estruendo de la máquina esa del demonio es una tortura, un castigo, una piedra que debe cargar sobre sus hombros para pagar por los pecados que ha cometido. Cual Sísifo y tal.

Pero para mi, ese ronroneo de mini-motor de un gato tratando de acomodarse me hace sentir en mi casa.  Y me quedo despierta disfrutando del ronroneo artificial de mi máquina, esperando a que pase la palenquera vendiendo alegría, o el pito del raspao, o las campanitas del vendedor de paletas. Yo me siento en mi casa. Me siento en Barranquilla. Me siento arropada por el ruido del silencio barranquillero que nunca llega, pero que en mi corazón resuena de manera inmarcesible. Como la gloria. Como el júbilo inmortal. Donde en surcos de dolores, el bien germina ya.

Bueno, eso no fue precisamente barranquillero, pero la casa es la casa, ¿no es cierto?

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