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En mi historia

En mi historia, el hombre será ciego. Se sienta de cuclillas en la mitad de uno de los corredores mas traficados del mercado, y cierra sus ojos demolidos por la edad mientras toca su instrumento--una especie de harmónica, mezclada con flauta de millo y pito. Ha de ser un instrumento tailandés hecho por él mismo, lo cual explica la sencillez del aparato musical. Nunca me mira. Por eso pienso que es ciego. Cuando camino por el mercado, todos los ojos se vuelven a mi, aunque sea por un par de segundos. Incluso aquellos que lanzan miradas disimuladas quedan atrapados en la magia de mis rizos. Hombres y mujeres por igual, jovenes y adultos, tailandeses y extranjeros, compradores y vendedores, ricos y pobres--todos me miran. Al principio me siento halagada. Rapidamente ese sentimiento cambia a invasión de mi privacidad.  Si acaso es cierto que todos los seres humanos estamos rodeados por una burbuja invisible que demarca nuestro espacio de comodidad, mi burbuja es lesionada por tantas miradas.

El hombre ciego, sin embargo, nunca me mira. Por eso no siento lástima por él, no siento la misma lástima que siento por la mujer que se sienta en su banquito en el mismo corredor traficado a cantar en karaoke lo que suena como boleros tailandeses. La imagino diciendo, "En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse..." La gente le pasa por el lado, y ella los mira pasar, su cabeza volviéndose como si en un partido de tennis--de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, al compás de la música, la bola imaginaria en los ojos de los transeúntes que la ignoran mientras la acompañan en sus canciones. Siento lástima por ella, porque ella es (en mi historia) la versión tailandesa de Meira del Mar. Ella es la joven poetisa que prometió su amor eterno a un hombre que nunca la amó, y en vez de tirarse a la pena se sienta en el corredor del mercado a cantar, sus versos sus poemas, esperando que su amor eterno venga a salvarla del olvido de la muerte. Pero el temor del viejo Melquíades no es en vano--el olvido de la muerte es la peor muerte. Y ella se sienta ahí, desvaneciéndose, sucumbiendo al olvido mortal de su amado con cada verso, con cada nota, con cada canción. Ella me mira, cae presa de ms rizos, y antes de perseguir la bolita de tennis que la llevará al otro lado, me da la ilusión de una sonrisa—la misma sonrisa que, en mi historia, ella le dio a su amado el día que él no la amó.

Sin una onza de lástima, miro al ciego mientras compro khao suvaí, parte de mi cena dominguera. Él no me mira. Sería absurdo hacer que en mi historia me mirara, porque le quitaría la magia al cuento. Si el ciego me mira, caerá presa de  mis rizos, como todo el mundo cae, a pesar de mis intentos de amarrar mis rizos. Nada funciona. (A veces me llamo a mi misma Medusa... pero no me gusta la connotación.) No importa con cuánta fuerza mire a mi ciego, no importa la fijación que tenga, el hombre ciego no me mira. La mujer que me vende el arroz me mira diferente--ella no cae en la magia de mis rizos, pero no logra evitarlos. En mi historia, esta mujer recorrió el mundo en sus diás primaverales. Un día, sigue mi historia, de visita en casa, conoció al hombre que le robó el corazón, el mismo hombre a quien--después de recuperar su corazón robado--le entregó su corazón, su vida, su amor, y todo su ser. Después de haber recorrido el mundo, la niña tailandesa había conocido templos e iglesias, monarquías y democracias, castillos y mansiones, pueblos y ciudades, riqueza y pobreza; la niña tailandesa aprendió a hablar francés, la lengua de las mademoiselles elegantes, y aprendió inglés con el acento de la reina, el idioma que dirigía el mundo, y aprendió alemán para entender a Hitler, e italiano para apreciar al Papa, y español para conocer a Don Quixote. La niña tailandesa tuvo propuestas decentes e indecentes, novios que le ofrecieron el mundo en platillos de oro, otros que le regalaron la luna, otros que le compraron joyas preciosas, otros que le regalaron reinos enteros. Pero en esas vacaciones en casa, cuando la niña vio al ladrón de su corazón, ella conoció su destino. Ella dejaría detrás sus idiomas, sus descubrimientos políticos y sociales, sus novios y sus riquezas; ella lo dejaría todo de lado para sentarse a ver el sol ponerse sobre el campo de arroz que su nuevo esposo arrendaba de un viejo terrateniente, quien le había prometido los papeles de la tierra al morir. Sin afán, la niña tailandesa y su esposo se sentaban a ver el atardecer todas las tardes, y ella se sentía la mujer más rica sobre la tierra. Tener su mano enredada en la mano del hombre que la amaba era más enriquecedor que el anillo de diamantes perfectos que le había prometido uno de sus pretendientes. Esta es la misma mujer que me mira al venderme el arroz. Ella reconoce en mis ojos (y en mis rizos, inevitablemente) que he viajado, y que Tailandia es tan sólo una parada más en mi experiencia alrededor del mundo. Por un lado, ella añora sus días de aventurera, sus días de muchos novios y muchas promesas, sus días primaverales. Al entregarle la moneda de cinco baht para pagar por la mitad de mi cena, ella mira a su marido, sentado a su lado, empacando las bolsitas de khao suvaí del lado izquierdo, y los paquetes de khao niao envueltos en hojas de banano del lado derecho. La veo sonreir, "Kaphún kah," le digo, y ella me responde, "No, gracias a Ud."  Ojalá todos pudiéramos amar con la misma pasión con la que esta mujer, ya bien entrada en el invierno de su vida, ama a su marido todavía.

El ciego ama la vida. No hay otra razón para que siga vivo--ni siquiera mi historia le da sentido a su vida; por el contrario, su vida le da sentido a mi historia. El ciego toca su pseudo-flauta y me ignora. Yo camino por las calles del mercado cabizbaja, odiándome y odiando mi vida. Me siento nauseabunda por los olores que saturan el mercado, abierto al mundo, sin techo, sin puertas, sin ventanas. Los diferentes pedazos de vaca o cerdo puestos en "display" sin protección, sin cobertores, sin hielo--ahí, como insultando a la vaca que más muerta no puede estar, con moscas zumbando por doquier. Al lado de este puesto está el puesto de pescado--algunos que todavía flexionan sus agallas en espera de una gota de agua que los ayude a respirar. Otros aletean, dispuestos a morir peleando. Me salpica una gota de esta agua de vida, agua pútrida para mi. Las frutas tienen pelos o espinas, o son de colores tan extravagantes que parecen ser venenosas. Yo me abstengo de respirar por los 250 metros del corredor más traficado del mercado, mientras que el ciego toma cada bocado de aire como si fuese el último que se le fuera a permitir por el resto de la eternidad. El ciego, en mi historia, tiene 382 años. Fue, en su juventud, un hombre exitoso y multimillonario, uno de esos personajes que olvidan lo que realmente es importante en la vida, cegados por la riqueza y el poder. En su juventud era más ciego de lo que es ahora, en mi historia. El ciego no abre sus ojos, pero ve mucho más de lo que veía en sus años de bonanza. Antes, el ciego reconocía a las personas por sus apellidos—aquellos que fueron apuntados por el rey pertenecían a la clase de gente con quien el ciego se relacionaría. Aquellos apellidos comunes, plebeyos, pertenecían a la gente a quien el ciego daría trabajo, pero nada más. La oportunidad de una palabra no era otorgada a estos plebeyos. Hoy, el ciego reconoce a las personas por su olor: aquellos que tienen perfumes o colonias muy fuertes son aquellos que le recuerdan a sus años de antier, y se nota su incomodidad por la forma que en tapa los agujeritos de su intento-fallido-de-flauta, con fuerza, con desesperación; la música suena diferente por unos segundos mientras esta gente pasa por su lado. Algunos le lanzan un par de monedas, uno o dos baht. el ciego reconoce mi aroma, porque cuando paso por frente a él, no puedo evitar volverme a verlo--y su instrumento apunta en mi dirección. Antes de verlo sentado de cuclillas en el corredor, él ya me ha olido; me espera. Después de muchos años de ser el rico más pobre de Tailandia, el ciego vendió todo lo que tenía e invirtió el dinero en un ancianato, pensando que, si algún día lo necesitaba, sabría a dónde ir. Después de 300 años (a sus 82 fue que hizo este último negocio), el ciego de mi historia aún no ha ido a su ancianato. Ama la vida, ama los olores, ama su flauta, ama el mercado. La fuerza en sus piernas no es la fuerza muscular que tienen los atletas, sino la fuerza de la pasión por la vida. 300 años de vida son suficientes para entender el significado de la palabra "eternidad." Y para mi ciego, apenas comienza.

Me he vuelto amante de las rutinas. Es más, estoy casada con la rutina. Todos los días me levanto a la misma hora, los domingos sólo dos horas más tarde. Todos los días trabajo a la misma hora, incluso los domingos y feriados. Si no dicto clases en la universidad, dicto clases en el hospital, o a mis banqueros, o a mi vecina y a su hermano, o a mi estudiante en el campo de golf. Todos los días hábiles almuerzo en el mismo comedero; pido la misma comida: khao suvaí, ghai kratiém, khai dao. Mi cuerpo se ha acostumbrado a esta rutina. Los fines de semana camino por el mercado hasta llegar al puesto donde compro mi jugo de piña--nam soparrot. El hombre me conoce, y sabe cómo hacer mi jugo sin hacerme preguntas. Al frente de su fruterita hay una mujer vendiendo khabobs de carne, cerdo, pollo, mariscos, y verduras. Compro tres mu pin. Camino hacia la plaza de comida donde compro khao suvaí, y me voy a mi casa a ver las presentaciones en "Prime Time TV." Como frente al televisor, sin hablar. A las 10:30 de la noche, después de "Friends," apago el televisor y leo hasta las 11. A veces hasta las 12. Duermo, y mi rutina comienza otra vez. Pasé de ser una de las personas más impredecibles y sorprendentes y espontáneas, a ser la persona que llora por las noches cuando la mujer que vende mu pin no se encuentra a la hora específica, o cuando el hombre que hace mi jugo no tiene piña. ¿Cómo se atreven a jugar con mi vida así de chévere? Acaso no se dan cuenta de la importancia que tiene cada detalle en mi vida? Si mi plan no funciona, se desbarata toda mi vida, y lloro hasta que me duermo de pura fatiga.

Lloro con frecuencia. Tailandia es el país del "mai pen rai"—no importa, no te preocupes, don't worry, be happy. A veces la mujer no vende el mu pin porque está ayudando a la hermana vender el tom yang kum del otro lado del mercado. A veces el hombre no tiene piñas porque en vez de ir a la finca a comprar una o dos para mi, se queda en casa mientras su hijo le enseña una que otra palabra en inglés. En efecto, cuando no tiene piñas dice, "Sorry, teacher, sorry." Pero a mi no me importa que este hombre esté invirtiendo "quality time" con su hijo, o que la mujer esté ayudando a su hermana. No. Lo que importa es que mi rutina ha sido interrumpida, y es una razón más para odiarme. Me odio por tener rutinas. Me odio por darle a otros el poder de interrumpir mi rutina. Me odio por mi soledad, porque es TAN grave que mi rutina se ha vuelto mi mejor amiga. Mai pen rai. Pero lloro con frecuencia.

A veces lloro antes de llegar a mi cuarto, y el ciego me oye llorar. Quiza huele la sal de mis lágrimas, y lo siento seguirme con su mirada ciega hasta que me pierdo entre el gentío del mercado. Su música me persigue y me calma. Las lágrimas caen ya con menos rabia cuando llego a casa, ahora con más agentes limpiadores que agentes lastimosos. Me he vuelto muy amiga de mis lágrimas, además, porque no me gusta dormir sola, y ellas se quedan conmigo hasta que me sumerjo en la soledad de mis sueños. Mis sueños son, también, uno de mis mejores amigos, porque me mantienen unida al mundo que dejé atrás. Me pregunto si la mujer que me vende arroz también lloró durante sus viajes alrededor del mundo; me pregunto si también se sintió sola. Me complace recordarla mirándo a su esposo con tanto amor. Quizá algún día yo podré mirar a alguien con tanto amor.

Hace unos días, pasando por enfrente del ciego, siguiendo mi rutina (4 p.m. --> ir al café internet por una hora; 5 p.m. --> comprar la cena; 6 p.m. --> estar lista para el Prime Time TV), cabizbaja, oí mi nombre. Natalya es un nombre común en Colombia. Éramos 4 en mi clase durante la primaria, luego 2 en el bachillerato. En Tailandia, Natalya--es decir, Natalía--es un nombre tan diferente como lo sería Euamporn en Barranquilla. Nadie me llama Natalya--nadie. Los gringos (gentilicio que, por supuesto, incluye ingleses, sur-africanos, australianos, y demás angloparlantes) me llaman Nuh-túh-lya, y los orientales me llaman Natalía. Sobra decir que oir mi nombre, Natalya, me asombra. Me asusta un poquito. Pero es más una sorpresa deliciosa. Por un instante me siento en casa, me siento yo misma, me siento feliz. El instante que dura la palabra, "Natalya," me lleva a un plano diferente. Ya yo no soy yo, sino que soy un ente que vive en el Natalya, un mundo en el que no hay tristeza, en el que no hay soledad. El Natalya dura poco, pero es tan gratificante que la dura realidad que le sigue vale la pena. Fuera del Natalya, todas las caras son extranjeras. No veo al emisor de mi mundo paralelo, no veo al creador de mi momentánea felicidad. Veo al ciego.

El ciego tiene sus ojos cerrados, como los ha tenido por 300 años, pero me mira con su flauta. Nunca le he dado nada al ciego. Me rehúso a darle limosna. Nunca le he invitado a comer. No le he ofrecido algo de beber. Jamás he pensado en averiguar qué necesita para dárselo. Me limito a aceptar su ceguera y ser acompañada por su música.  El ciego, sin esperar nada a cambio, me ha regalado un instante de felicidad absoluta. Es esto lo que los budistas llaman Nirvana? El ciego me mira y sonríe, sabiendo que estoy momentáneamente transportada al Natalya, aquel mundo donde vivo cuando oigo mi nombre. Sonrío, sabiendo que el ciego me mira, y él, sin perder el compás de su música, asiente.

Esa noche no lloré. Cómo he de llorar en el país donde los ciegos pueden ver el corazón de las personas? Lo esencial no es invisible a los ojos de mi ciego.  El ciego de mi historia ama la vida, y con el sólo decir de mi nombre, me regala un poquito de ese amor por la vida. No me siento enamorada todavía, pero si me siento complacida al conocer lo que mi vida puede llegar a ser... apenas se acaben estos 10 meses.

Esta es una historia con un ciego que puede ver, de una mujer que canta sus poemas de amor, de una mujer enamorada de su esposo y de la pobreza que comparten; además, es la historia de un sinnúmero de tailandeses que me han hecho cambiar la forma de ver la vida.  Esta es la historia de 10 meses en uno de los países más fantásticos del mundo; este es mi país de las maravillas, pero no soy Alicia, soy Natalya. Y no vine siguiendo un conejo, vine a esconderme de mí misma. En el proceso caí en un agujero por tres meses, y me desperté el día que un hombre me miró y dijo mi nombre: Natalya. En mi historia, el hombre será ciego.

Comentarios

  1. Natalya, Natalí-ka, Nat, Natalintin, Nata... lo esencial es invisible a los ojos. Cuantos ciegos andan por el mundo buscando "lo que no se les ha perdido" porque ni siquiera saben que buscan algo... probablemente motivado por este tipo de reflexiones alguien dijo "en un mundo de ciegos el tuerto es rey". Y mas adelante algun cantante lo complementó diciendo "oye, mira hacia arriba, descubre las cosas buenas que tiene la vida...". Me encantó. Si si si... of course con ojitos aguados.

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