Realmente nunca antes lo había dicho, porque me parece que la palabra suena a novela melodramática mexicana; me suena a una de esas palabras que María Raquel le diría a Ernesto Francisco para que se case con ella, mientras que la hija de la novia de la cuñada de la vecina de la ahijada del tío interviene en la relación. Ese tipo de melodramatismo es lo que evoca esa palabra para mi, "hogar".
Yo nací en un hogar, claro. Solo porque no me gusta decir la palabra no quiere decir que no entienda o disfrute del contexto. Nací y crecí en un hogar genial, donde la familia y los amigos fueron siempre bienvenidos, donde las puertas estuvieron siempre abiertas; donde las muelas de cangrejo al ajillo no eran platillo de mesa fina sino merienda antes del coctel de langosta y el ceviche de mero, pero donde el arroz con huevo frito al almuerzo era una deliciosa sorpresa. No puedo decir que tuve todo, pero tampoco puedo decir que me faltó nada; es más, creo que lo único que quise con pasión desenfrenada fue una fiesta de quinceañera que no tuve - lo cual realmente quiere decir que no la quise con esa pasión que digo recordar. De todos modos, lo que hace un hogar no es que los padres cumplan cada deseo (por irracional que sea) de sus hijos, sino en que haya reglas que se hagan cumplir; y de vez en cuando el cumplimiento de esas reglas otorga privilegios adicionales. Yo tuve muchos.
El día que me fui de mi casa, una mañana de agosto de 2001, mi hermana se mudó a mi cuarto. Ya antes de eso yo había paseado por ambos cuartos suficientes veces para tener recuerdos en cada uno de ellos, de modo que el hecho de que se me "otorgara" el otro cuarto no fue un problema. El problema fue que "el otro cuarto" ya no era mío, porque yo ya no vivía ahí; el otro cuarto era ahora el cuarto de huéspedes. La casa de mis papás nunca ha dejado de ser mi hogar: donde sea que mis papás vivan va a ser mi hogar. La casa de mis papás dejó de ser mi casa.
Desde agosto de 2001 soy una nómada, como me dice mi papá. Una hija pródiga que no hace más que buscar razones, excusas y motivos, más que para simplemente no volver, para no poder volver.
Viví en la casa de mi Abuelito en Miami por un par de semanas, con dos maletas y un pasaporte. Viví después con los Rivera en Martinez-Evans, con dos maletas y un pasaporte. Me mudé luego con Monika al apartamento en Wrightsboro Road por poco menos de un año, con dos maletas y un pasaporte. Con Pearl viví en dos casas, una un poquito más abajo en Wrightsboro Road (nuestro vecino era traficante de drogas, pero era de lo más gentil y decente del mundo) y otra en Heard Avenue. Tuvimos fiestas geniales (fiesta en la que la Policía llega, es una excelente fiesta, ¿cierto?), mantuve tres trabajos y una beca completa, y seguí viviendo con dos maletas y un pasaporte. Pearl se casó entonces me mudé a vivir con Nadja, la italiana que me introdujo al mundo de la buena pasta con buen vino, en un loft divino en Greene Street, con mis dos maletas y mi pasaporte. El esposo de Nadja regresó de Irak y me fui a vivir a una casita en Highland Avenue: una aventura de 5 meses, con dos maletas y un pasaporte. Me gradué (con honores, por supuesto) de la universidad un sábado y el lunes me estaba embarcando a un avión vía Lampang, Tailandia, próxima a cumplir 22 años. Ahí viví por 11 meses y 20 días en los Apartamentos Atsawin, donde nos hospedábamos todos los profesores extranjeros. Ahí no éramos solo mis dos maletas, mi pasaporte y yo; ahí éramos, además, una familia como de 500 salamanquejas, cada una de 30 metros de largo y dientes del tamaño de edificios; por las noches me susurraban al oído que me iban a comer. Pero salí invicta de esa guerra (bueno, solo hubo un pequeño incidente con un baby crocodile que me cayó en la cabeza cuando entré a "nuestro" apartamento una tarde). Después de Tailandia estuve divagando por la costa este de los Estados Unidos por 3 semanas, vivendo en casas de amigos y cargando mis dos maletas y el pasaporte. Regresé a Barranquilla, viví con mis papás por 3 meses, y salí corriendo. Viví con una prima en Chía por año y medio, después con mi tío por 3 semanas, y finalmente, en marzo del 2008, arrendé un apartamento para mi solita. Desempaqué mis dos maletas, aseguré mi pasaporte, y me permití acomodarme en un apartamento mio, para mi.
Pero no era mi hogar. Nunca fue mi hogar. Eran mis cosas, las compré con los callos de mis dedos, o me las regaló mi mamá. (Bueno, el detalle fue de mi mamá, pero el que pagó el regalo fue mi papá.)
Regresé a la casa de mis papás por 5 meses, y me volví a ir, esta vez a un nuevo continente: Europa. Viví por un mes en una pensión en La Gran Vía, y me mudé a Alemania, a un apartamentico en Michelsenstrasse con Honey. Estábamos juntos, era nuestro apartamento, nuestro espacio, pero no era nuestro hogar.
Desde marzo de este año estamos viviendo en un apartamento (¡que comparado con el de Michelsenstrasse es un palacio!) en Schönbergerstrasse. Está bien localizado, es cómodo, es lo que necesitamos. Hemos estado intentando volverlo un hogar, no solo un apartamento; pero eso no es un trabajo que se logra en un día, ni de un día para otro. Eso requiere tiempo, ganas, y un poquito de magia. Porque hay algo, en algún momentico hay algo que pasa, una chispa, un pequeño momento eureka que hace que el apartamento se vuela un hogar.
Honey llegó a almorzar hoy. Yo había hecho sancocho (bueno, mi mejor intento con lo que está disponible en este país primer-mundista donde el plátano cuesta 4mil pesos y no está tan bueno y donde la nueva epidemia de E.coli limita mucho lo que uno debe comprar) y como no tuve clase aproveché para arreglar el apartamento un poquito. Puse un mantel en la mesa, puse cucharas nuevas, saqué los vasos bonitos. Hasta yo me puse un poquito bonitica. Cuando Honey entró, lo primero que dijo fue, "Qué rico estar en casa". Al sentarnos a la mesa, con mantel, con cucharas nuevas y con vasos bonitos, con sancochito servido, ambos nos miramos y caímos en la cuenta:
Tenemos un hogar.
Quizá todos estos años (¡10!) de nómada me han servido para disfrutar lo que significa tener un hogar: un lugar al que perteneces, en el que no necesitas de tus maletas, donde puedes esconder tu pasaporte. Aunque sé que soy bienvenida en la casa de mis papás en cualquier momento, así sea en el cuarto de huéspedes (mi cama de 2x2 metros sigue ahí), ya no siento la necesidad de regresar. ¡Quiero hacerlo! Pero quiero ir de visita. Porque mi casa, mi hogar, está aquí en este apartamento en Schönbergerstrasse, con Honey, con nuestra mesa con mantel y cucharas nuevas y vasos bonitos. Aquí es donde pertenezco. Aquí es donde los dos pertenecemos.
Porque aquí tenemos un hogar.
Yo nací en un hogar, claro. Solo porque no me gusta decir la palabra no quiere decir que no entienda o disfrute del contexto. Nací y crecí en un hogar genial, donde la familia y los amigos fueron siempre bienvenidos, donde las puertas estuvieron siempre abiertas; donde las muelas de cangrejo al ajillo no eran platillo de mesa fina sino merienda antes del coctel de langosta y el ceviche de mero, pero donde el arroz con huevo frito al almuerzo era una deliciosa sorpresa. No puedo decir que tuve todo, pero tampoco puedo decir que me faltó nada; es más, creo que lo único que quise con pasión desenfrenada fue una fiesta de quinceañera que no tuve - lo cual realmente quiere decir que no la quise con esa pasión que digo recordar. De todos modos, lo que hace un hogar no es que los padres cumplan cada deseo (por irracional que sea) de sus hijos, sino en que haya reglas que se hagan cumplir; y de vez en cuando el cumplimiento de esas reglas otorga privilegios adicionales. Yo tuve muchos.
El día que me fui de mi casa, una mañana de agosto de 2001, mi hermana se mudó a mi cuarto. Ya antes de eso yo había paseado por ambos cuartos suficientes veces para tener recuerdos en cada uno de ellos, de modo que el hecho de que se me "otorgara" el otro cuarto no fue un problema. El problema fue que "el otro cuarto" ya no era mío, porque yo ya no vivía ahí; el otro cuarto era ahora el cuarto de huéspedes. La casa de mis papás nunca ha dejado de ser mi hogar: donde sea que mis papás vivan va a ser mi hogar. La casa de mis papás dejó de ser mi casa.
Desde agosto de 2001 soy una nómada, como me dice mi papá. Una hija pródiga que no hace más que buscar razones, excusas y motivos, más que para simplemente no volver, para no poder volver.
Viví en la casa de mi Abuelito en Miami por un par de semanas, con dos maletas y un pasaporte. Viví después con los Rivera en Martinez-Evans, con dos maletas y un pasaporte. Me mudé luego con Monika al apartamento en Wrightsboro Road por poco menos de un año, con dos maletas y un pasaporte. Con Pearl viví en dos casas, una un poquito más abajo en Wrightsboro Road (nuestro vecino era traficante de drogas, pero era de lo más gentil y decente del mundo) y otra en Heard Avenue. Tuvimos fiestas geniales (fiesta en la que la Policía llega, es una excelente fiesta, ¿cierto?), mantuve tres trabajos y una beca completa, y seguí viviendo con dos maletas y un pasaporte. Pearl se casó entonces me mudé a vivir con Nadja, la italiana que me introdujo al mundo de la buena pasta con buen vino, en un loft divino en Greene Street, con mis dos maletas y mi pasaporte. El esposo de Nadja regresó de Irak y me fui a vivir a una casita en Highland Avenue: una aventura de 5 meses, con dos maletas y un pasaporte. Me gradué (con honores, por supuesto) de la universidad un sábado y el lunes me estaba embarcando a un avión vía Lampang, Tailandia, próxima a cumplir 22 años. Ahí viví por 11 meses y 20 días en los Apartamentos Atsawin, donde nos hospedábamos todos los profesores extranjeros. Ahí no éramos solo mis dos maletas, mi pasaporte y yo; ahí éramos, además, una familia como de 500 salamanquejas, cada una de 30 metros de largo y dientes del tamaño de edificios; por las noches me susurraban al oído que me iban a comer. Pero salí invicta de esa guerra (bueno, solo hubo un pequeño incidente con un baby crocodile que me cayó en la cabeza cuando entré a "nuestro" apartamento una tarde). Después de Tailandia estuve divagando por la costa este de los Estados Unidos por 3 semanas, vivendo en casas de amigos y cargando mis dos maletas y el pasaporte. Regresé a Barranquilla, viví con mis papás por 3 meses, y salí corriendo. Viví con una prima en Chía por año y medio, después con mi tío por 3 semanas, y finalmente, en marzo del 2008, arrendé un apartamento para mi solita. Desempaqué mis dos maletas, aseguré mi pasaporte, y me permití acomodarme en un apartamento mio, para mi.
Pero no era mi hogar. Nunca fue mi hogar. Eran mis cosas, las compré con los callos de mis dedos, o me las regaló mi mamá. (Bueno, el detalle fue de mi mamá, pero el que pagó el regalo fue mi papá.)
Regresé a la casa de mis papás por 5 meses, y me volví a ir, esta vez a un nuevo continente: Europa. Viví por un mes en una pensión en La Gran Vía, y me mudé a Alemania, a un apartamentico en Michelsenstrasse con Honey. Estábamos juntos, era nuestro apartamento, nuestro espacio, pero no era nuestro hogar.
Desde marzo de este año estamos viviendo en un apartamento (¡que comparado con el de Michelsenstrasse es un palacio!) en Schönbergerstrasse. Está bien localizado, es cómodo, es lo que necesitamos. Hemos estado intentando volverlo un hogar, no solo un apartamento; pero eso no es un trabajo que se logra en un día, ni de un día para otro. Eso requiere tiempo, ganas, y un poquito de magia. Porque hay algo, en algún momentico hay algo que pasa, una chispa, un pequeño momento eureka que hace que el apartamento se vuela un hogar.
Honey llegó a almorzar hoy. Yo había hecho sancocho (bueno, mi mejor intento con lo que está disponible en este país primer-mundista donde el plátano cuesta 4mil pesos y no está tan bueno y donde la nueva epidemia de E.coli limita mucho lo que uno debe comprar) y como no tuve clase aproveché para arreglar el apartamento un poquito. Puse un mantel en la mesa, puse cucharas nuevas, saqué los vasos bonitos. Hasta yo me puse un poquito bonitica. Cuando Honey entró, lo primero que dijo fue, "Qué rico estar en casa". Al sentarnos a la mesa, con mantel, con cucharas nuevas y con vasos bonitos, con sancochito servido, ambos nos miramos y caímos en la cuenta:
Tenemos un hogar.
Quizá todos estos años (¡10!) de nómada me han servido para disfrutar lo que significa tener un hogar: un lugar al que perteneces, en el que no necesitas de tus maletas, donde puedes esconder tu pasaporte. Aunque sé que soy bienvenida en la casa de mis papás en cualquier momento, así sea en el cuarto de huéspedes (mi cama de 2x2 metros sigue ahí), ya no siento la necesidad de regresar. ¡Quiero hacerlo! Pero quiero ir de visita. Porque mi casa, mi hogar, está aquí en este apartamento en Schönbergerstrasse, con Honey, con nuestra mesa con mantel y cucharas nuevas y vasos bonitos. Aquí es donde pertenezco. Aquí es donde los dos pertenecemos.
Porque aquí tenemos un hogar.
Tremenda narrativa, los felicito por su lindo hogar. Me gustó mucho lo de las 500 salamanquejas. Un caluroso saludo. Te gustan las almojabanas de mi pueblo?
ResponderBorrarAdoro tu uso de los punto y comas. Gracias por contribuir con su no-extinción. Y wow, qué forma más hermosa de describir todo lo que ocurre a tu alrededor.
ResponderBorrarEl mismo "problema" por el que pasaste para lograr definir la palabra hogar, fue parecido al que tuve cuando intenté descubrir cuál era mi Heimat en una clase de alemán, con un pensamiento colombiano y en Colombia.
Has de ver nuestras caras mientras Törsten, nuestro profesor, utilizaba todas las formas comunicativas posibles para explicarnos qué era (en alemán obviamente) con el objetivo de que nosotros pudiésemos explicar nuestra Heimat(en español).
Pd: Te confieso que obtuve el 95% más hipócrita de mi vida en esa clase. Aún pienso que lo expuesto no era en realidad mi Heimat.