Ayer tuve una experiencia particular.
Particular, porque todavía no he logrado quitarme las "malas" costumbres, aquellas donde cuando alguien extraño se acerca demasiado una agarra la cartera con ambas manos, acelera el paso y esquiva la mirada por protección.
Particular, porque aunque estoy preparada para que esto pase, no puedo aún salir de mi asombro de que haya pasado - por lo que realmente puedo ver que no estaba tan prepara para que pasara como yo creía.
Esto mismo me pasó en España, y en esa ocasión no estuve preparada. Y fue esta la tragedia que aconteció esa perfecta noche madrileña del verano pasado:
Estábamos en La Gran Vía, practicando junto con otras miles de personas para el próximo concierto de Kylie Minogue. Estaba con Marissa (quien practicaba -sin éxito- su acento barranquillero), con Karime (que no es ella, son sus nalgas), y con Tatiana, mi compatriota. Estando ahí, sentadas en el pasto, tomando Mojitos como si fueran agüita, decidí explayarme en el césped, igual que hacían cientos de otros participantes del entretenido evento. En esas, se me acerca -a mi- un hombre. Treintón, no apuesto pero no feo, acuerpadongo, que hablaba con un acento particular, pero muy buen español. De todas las cosas que un hombre le puede decir a una mujer -una mujer que vestía unos shorts demasiado cortos y una camisita demasiado ajustada- para romper el hielo, a este genio se le ocurrió lo siguiente: "Puedes enfermarte ahí acostada en la grama mojada, deberías levantarte."
Inicialmente lo ignoramos. Pero el muy persistente prosiguió a darme una aburridísima cátedra sobre los peligros del "sereno" (me imagino que a eso se refería; casi un año después sigo sin entender...), los peligros de mi posición, los peligros de blah blah blah. Pensando que quizá el tipito estaba haciendo un esfuerzo demasiado grande para meterme conversación, y también un poco alentada por mi(s) mojito(s), decidí seguirle la corriente, conversarle, efectivamente levantarme. Hablamos por menos de 30 segundos -es decir, él habló por menos de 30 segundo- cuando me di cuenta que ya estaba aburrida. Si me iba a levantar a un perfecto extraño en Madrid en un pre-concierto en La Gran Vía, definitivamente sería un tipo que provocara envidia en más de un continente; y este freak definitivamente no era él.
Muy decentemente -con lo que quiero decir que fui muy grosera- le dije que ajá, que gracias, que ya había cumplido su misión, que ya me había levantado, que ya no me iba a resfriar o whatever, y que antes de dormir me tomaría un tecito o algo para por si las moscas. El tipo claramente no hablaba español como primera lengua, porque ni mis palabras ni mi tono le alertaron de cuál era mi objetivo: que se fuera. Se quedó, y a pesar de que ni mis amigas ni yo hacíamos contacto visual con él, seguía hablando. Karime, la de las nalgas, decidió tomar mi mano y decir, [inicia acento mexicano pesadísimo, de novela de medio-día] "¿Sabes qué? Ella está conmigo. Ya. No queremos hombres. Estamos contentas con lo que tenemos. Adiós, pues." Narciso -ese era el nombre del rumano que me acosaba- siguió sin entender las directas indirectas.
Tuvo la osadía de decir, "Sabes que todo lo planea Dios, estamos aquí por Él. Él lo hace todo, las flores, este pasto," blah blah blah. Yo, con el único objetivo de finalmente librarme de este incómodo freak, lo miré directamente a los ojos, con mi mirada más insultante, y dije, "dios no existe."
He debido saber, prever, quizás, que los freaks no reaccionan como uno espera. Es por eso precisamente que son freaks. El tipo, Narciso, pasó las siguientes DOS HORAS siguiéndonos, tratando de convertirme. Que dios sí existe, que esto, que lo otro, que cómo no me doy cuenta, que blah blah blah. OMG. Se tornó agresiva la cosa. Quería pegarme. Quería matarme. Quería sacrificarme a Dios para que viera que estaba equivocada. Fue un momento verdaderamente aterrador... finalmente se fue, neurasténico, y no lo volvimos a ver.
Hasta una semana después, cuando se me metió en la cabeza la brillante idea de salir a trotar a las 5 a.m. con Tatiana. Estando en un momento particularmente "delgado" de mi vida (ja, ja), salí en shorts aún más cortos, y con un topcito, ni siquiera con camiseta. Pero bueno, cuando una puede, una debe. ¿Cierto? Estando en la cima de la loma que es La Gran Vía, no sería nada más ni nada menos que el mismo rumano el que se acerca trotando a mi lado...
Yo, que ya de por sí no soy la más dada al deporte, mucho menos al deporte de madrugada, no necesité más excusas -razones, digo, razones- para no volver a trotar en Madrid.
Habiendo tenido experiencias con freaks toda la vida (algunas menos traumáticas que otras, claro), no ha de ser extraño que la experiencia que tuve ayer me haya parecido, bueno, particular.
Ayer, caminando hacia el Asia Laden para comprar plátanos importados de Ecuador que vienen por tierra desde Rotterdam, estaba caminando hacia mi un alemán. Un alemán: 2 metros, como todos, rubio, como todos, ojos claros, como todos, pero no apuesto (como muchos). Un alemán: con 2 botellas de cerveza en la mano... sí, como todos. A medida que yo caminaba (técnicamente hacia él, pero en realidad en mi camino), reforzaba la idea de la ridiculez de mis nervios, porque en Alemania no hay freaks, y si sí los hay no se meten conmigo. Con nadie.
(Idea que debería quitarme, porque hace algunas semanas, saliendo del dentista con Honey en Heikendorf, un hombre le preguntó a Honey algo sobre su pene. Ni siquiera estoy segura de al pene de quién se refería, si al suyo o al de Honey. Yo no estoy segura qué rayos fue lo que pasó, pero entendí Penus y ya. Entonces claramente sí hay freaks en este país...)
La mala noticia es que efectivamente el freak sí venía directamente hacia mi, no era paranoia mía (creo que esa es una buena noticia, ¿no? ¡No soy paranóica! ¡Mis temores tienen bases reales! Esteeee...), sí se me abalanzo, es decir, se metió en mi burbuja de espacio personal, y que sí me dijo cosas raras...
¡La buena noticia es que le entendí todo lo que me dijo!
Unas por otras... ¿cierto?
Particular, porque todavía no he logrado quitarme las "malas" costumbres, aquellas donde cuando alguien extraño se acerca demasiado una agarra la cartera con ambas manos, acelera el paso y esquiva la mirada por protección.
Particular, porque aunque estoy preparada para que esto pase, no puedo aún salir de mi asombro de que haya pasado - por lo que realmente puedo ver que no estaba tan prepara para que pasara como yo creía.
Esto mismo me pasó en España, y en esa ocasión no estuve preparada. Y fue esta la tragedia que aconteció esa perfecta noche madrileña del verano pasado:
Estábamos en La Gran Vía, practicando junto con otras miles de personas para el próximo concierto de Kylie Minogue. Estaba con Marissa (quien practicaba -sin éxito- su acento barranquillero), con Karime (que no es ella, son sus nalgas), y con Tatiana, mi compatriota. Estando ahí, sentadas en el pasto, tomando Mojitos como si fueran agüita, decidí explayarme en el césped, igual que hacían cientos de otros participantes del entretenido evento. En esas, se me acerca -a mi- un hombre. Treintón, no apuesto pero no feo, acuerpadongo, que hablaba con un acento particular, pero muy buen español. De todas las cosas que un hombre le puede decir a una mujer -una mujer que vestía unos shorts demasiado cortos y una camisita demasiado ajustada- para romper el hielo, a este genio se le ocurrió lo siguiente: "Puedes enfermarte ahí acostada en la grama mojada, deberías levantarte."
Inicialmente lo ignoramos. Pero el muy persistente prosiguió a darme una aburridísima cátedra sobre los peligros del "sereno" (me imagino que a eso se refería; casi un año después sigo sin entender...), los peligros de mi posición, los peligros de blah blah blah. Pensando que quizá el tipito estaba haciendo un esfuerzo demasiado grande para meterme conversación, y también un poco alentada por mi(s) mojito(s), decidí seguirle la corriente, conversarle, efectivamente levantarme. Hablamos por menos de 30 segundos -es decir, él habló por menos de 30 segundo- cuando me di cuenta que ya estaba aburrida. Si me iba a levantar a un perfecto extraño en Madrid en un pre-concierto en La Gran Vía, definitivamente sería un tipo que provocara envidia en más de un continente; y este freak definitivamente no era él.
Muy decentemente -con lo que quiero decir que fui muy grosera- le dije que ajá, que gracias, que ya había cumplido su misión, que ya me había levantado, que ya no me iba a resfriar o whatever, y que antes de dormir me tomaría un tecito o algo para por si las moscas. El tipo claramente no hablaba español como primera lengua, porque ni mis palabras ni mi tono le alertaron de cuál era mi objetivo: que se fuera. Se quedó, y a pesar de que ni mis amigas ni yo hacíamos contacto visual con él, seguía hablando. Karime, la de las nalgas, decidió tomar mi mano y decir, [inicia acento mexicano pesadísimo, de novela de medio-día] "¿Sabes qué? Ella está conmigo. Ya. No queremos hombres. Estamos contentas con lo que tenemos. Adiós, pues." Narciso -ese era el nombre del rumano que me acosaba- siguió sin entender las directas indirectas.
Tuvo la osadía de decir, "Sabes que todo lo planea Dios, estamos aquí por Él. Él lo hace todo, las flores, este pasto," blah blah blah. Yo, con el único objetivo de finalmente librarme de este incómodo freak, lo miré directamente a los ojos, con mi mirada más insultante, y dije, "dios no existe."
He debido saber, prever, quizás, que los freaks no reaccionan como uno espera. Es por eso precisamente que son freaks. El tipo, Narciso, pasó las siguientes DOS HORAS siguiéndonos, tratando de convertirme. Que dios sí existe, que esto, que lo otro, que cómo no me doy cuenta, que blah blah blah. OMG. Se tornó agresiva la cosa. Quería pegarme. Quería matarme. Quería sacrificarme a Dios para que viera que estaba equivocada. Fue un momento verdaderamente aterrador... finalmente se fue, neurasténico, y no lo volvimos a ver.
Hasta una semana después, cuando se me metió en la cabeza la brillante idea de salir a trotar a las 5 a.m. con Tatiana. Estando en un momento particularmente "delgado" de mi vida (ja, ja), salí en shorts aún más cortos, y con un topcito, ni siquiera con camiseta. Pero bueno, cuando una puede, una debe. ¿Cierto? Estando en la cima de la loma que es La Gran Vía, no sería nada más ni nada menos que el mismo rumano el que se acerca trotando a mi lado...
Yo, que ya de por sí no soy la más dada al deporte, mucho menos al deporte de madrugada, no necesité más excusas -razones, digo, razones- para no volver a trotar en Madrid.
Habiendo tenido experiencias con freaks toda la vida (algunas menos traumáticas que otras, claro), no ha de ser extraño que la experiencia que tuve ayer me haya parecido, bueno, particular.
Ayer, caminando hacia el Asia Laden para comprar plátanos importados de Ecuador que vienen por tierra desde Rotterdam, estaba caminando hacia mi un alemán. Un alemán: 2 metros, como todos, rubio, como todos, ojos claros, como todos, pero no apuesto (como muchos). Un alemán: con 2 botellas de cerveza en la mano... sí, como todos. A medida que yo caminaba (técnicamente hacia él, pero en realidad en mi camino), reforzaba la idea de la ridiculez de mis nervios, porque en Alemania no hay freaks, y si sí los hay no se meten conmigo. Con nadie.
(Idea que debería quitarme, porque hace algunas semanas, saliendo del dentista con Honey en Heikendorf, un hombre le preguntó a Honey algo sobre su pene. Ni siquiera estoy segura de al pene de quién se refería, si al suyo o al de Honey. Yo no estoy segura qué rayos fue lo que pasó, pero entendí Penus y ya. Entonces claramente sí hay freaks en este país...)
La mala noticia es que efectivamente el freak sí venía directamente hacia mi, no era paranoia mía (creo que esa es una buena noticia, ¿no? ¡No soy paranóica! ¡Mis temores tienen bases reales! Esteeee...), sí se me abalanzo, es decir, se metió en mi burbuja de espacio personal, y que sí me dijo cosas raras...
¡La buena noticia es que le entendí todo lo que me dijo!
Unas por otras... ¿cierto?
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